Miráis desde unos ojos esculpidos sobre piedras preciosas,
más allá de nosotros, silenciosos y eternos,
hermanos remotos.
Ni la añoranza ni el amor parecen conocer vuestros brillantes rasgos.
Regios y emparentados con los astros, antaño misteriosos,
caminasteis entre los templos.
Hoy flota santidad, como tardío aroma de los dioses,
alrededor de vuestras frentes, la dignidad en torno a las rodillas;
con serenidad respira vuestra hermosura, su patria es la eternidad.
Nosotros, sin embargo, vuestros hermanos jóvenes,
nos tambaleamos sin dioses a lo largo de una vida errabunda,
todas las torturas de la pasión, cualquier anhelo ardiente
están abiertos ávidamente al alma temblorosa.
Nuestro final es la muerte, vanidad nuestro credo,
nada alejado de la actualidad se opone a nuestra efigie suplicante.
Pero también nosotros, sin embargo,
tenemos grabadas en nuestras almas la huella de un misterioso parentesco,
intuimos los dioses y ante vosotras, mudas imágenes,
sentimos de los tiempos antiguos como un amor sin miedo.
Porque, sabed, no odiamos a ser alguno, ni a la muerte tampoco,
ni el sufrimiento ni la muerte aterra nuestras almas,
porque aprendimos a amar profundamente.
Nuestro corazón como el de un pájaro a mar y bosque pertenece,
y llamamos hermanos a los esclavos y a los miserables,
y a piedras y animales también, con nombres del amor.
De ese modo la imagen de nuestra vida efímera no ha de sobrevivirnos en la sólida piedra;
se desvanecerán mientras sonríen, y en el polvillo efímero del sol,
impacientes y eternos, cada hora
a nuevas penas y alegrías resucitarán.
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