9/02/2009

La difrencia entre la vida y la muerte



Cuadro: Erótica en azul. Gil Marosi

Mientras el Profesor conducía con cierta seriedad el automóvil, Rosi, para salir del silencio, le preguntó:

- ¿Y usted, Profesor, qué edad tiene? A ver, no me diga nada, déjeme adivinar. Josefina puede tener unos cuarenta años, usted..., usted puede tener cincuenta años. ¿Acerté?

- Sí, más o menos –contestó el Profesor-, el próximo mes de noviembre voy a cumplir sesenta y cinco años.

- En verdad no se le notan por ningún lado –dijo, divertida, Rosi, dándole una palmada en la pierna del acelerador.

- Sí, en algunos lugares se me nota –agregó, circunspecto, el Profesor.

- ¿Adonde me lleva? –preguntó Rosi con inquietud.

- A su casa, ¿o usted preferiría ir a otro lugar? – y frente al silencio de Rosi, el Profesor preguntó a su vez-. Y usted ¿qué edad tiene?

- Me avergüenzo –dijo Rosi-, tengo apenas treinta años y me siento bastante más vieja que usted. En lugar de arrastrarle a usted tras mis perfumes, me dejo arrastrar por sus amables rechazos. ¿Me daría un beso si se lo pido?

- Un beso, sí –dijo el Profesor-, pero después del beso, ¿qué me va a pedir?

- Cuidado con el semáforo, que se puso rojo.

- Sí, ya lo vi, y luego del beso, ¿qué me va a pedir?

- Venga Profesor, lléveme a su casa. No se lo contaré ni siquiera a Josefina.

- ¿Y por qué – dijo sorprendido el Profesor- habría de importarme a mí que usted se lo cuente o no a Josefina?

- -Bueno –titubeó Rosi-, como Josefina es mi psicoanalista y al mismo tiempo, creo..., es su paciente, pensé...

- Sí –interrumpió el Profesor- Josefina es su psicoanalista, pero no, como usted cree, su novia y, por otra parte, y no en el mismo momento, es mi paciente pero no, como usted cree, mi marido. Así que por ahora, con tanta confusión mejor la llevo a su casa ¿Qué le parece?

Rosi no contestó y ahora el Profesor la llevó directamente hasta la puerta de la casa.

Al llegar, Rosi Provert ni se bajaba del coche ni hablaba. El Profesor bajó del coche, dio toda la vuelta y abrió la puerta de Rosi, la tomó de una mano y la ayudó a bajar del coche. Y ése fue el momento que más cerca habían estado en toda la noche. A menos de 20 centímetros de distancia, frente a frente, escuchando la respiración del otro, el temblor genital.

Rosi cerró los ojos y el Profesor besó de manera imperceptible sus labios, y ella sintió que todo se desgarraba en su ser. Tal vez fuera eso el amor, pensó para sus adentros, ¡qué locura!

- Nos vemos otro día y seguimos conversando -le dijo el Profesor, mientras ella abría el portal de su casa.

El Profesor estaba contento. Mientras conducía, entonaba una melodía en italiano.

Para Rosi Provert las cosas no eran tan sencillas, ni tan claras. Ella nunca había sentido esa inquietud en el bajo vientre.

Cuando él rozó sus labios, en la calle, casi se desmaya por las emociones encontradas que sintió en su pecho, en su cabeza, en sus piernas.

Se dejó caer en un sillón de la sala, pero sólo un instante, enseguida entró en el baño. Limpió cuidadosamente la bañera. Tiró, luego, espuma de baño y dejó correr el agua.

Antes de salir del baño miró su cara en el espejo. Se vio bella como nunca, soltó su pelo, salió del baño (todo lo hacía a un ritmo palpitante), puso Vivaldi en la minicadena que le había regalado su madre y se descalzó.

Corrió descalza por el pasillo, se quitó la falda, se miró el culo en el espejo del pasillo y sintió que tenía un culito pequeño y delicado.

Distraída y ya desnuda, tratando de bailar La Consagración de la Primavera, volvió a la realidad con el ruido del agua saliendo de la bañera.

Corriendo hacia el baño para cerrar el agua se notó bellamente agitada y se imaginó estar corriendo de manera salvaje, en plena selva, una presa de amor.

Se zambulló en la bañera como si fuera en las orillas de un río espectacular de la selva amazónica.

Sintió reflejarse en el verde de la espuma sus propios ojos verdes y se dejó invadir por millones de peces de colores que, como sedas de Oriente, se posaban en su cuerpo, y algunos con ojos del Profesor y, aun, otros con los ojos de Evaristo y otros más, aún, con los ojos de Josefina, intentaban penetrarla.

Ella escapando de esos peces, por momentos, voraces de amor, y jugando con la verde espuma, descubrió sus pezones y le impresionó muchísimo, al tocárselos, que fueran tan sensibles, que produjeran tanto goce, y siguió un poco más y apretó un poco y, mientras Vivaldi, esta vez, mataba a los gritos a todos los personajes, ella tuvo su orgasmo.

El primero y, así, de manera tan sencilla, se había establecido en ella la diferencia entre la vida y la muerte.

Viejo Feliz


Cayo Valerio Catulo

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